Ballet y emociones sin palabras

Cine Colombia trajo el ballet de nuevo a las salas de cine con la obra tradicional más romántica, mientras el ballet Györ de Hungría, en el teatro Julio Mario, apostaba por la literatura desde lo performativo. Dos bellas composiciones que nos hacen pensar en esas emociones que se transmiten sin palabras.

No es posible saber a ciencia cierta si el ballet trabaja para la música, o la música para el ballet. Si es el cuerpo quien escucha dispuesto a reaccionar a las notas de los violines, o si la orquesta es quien elogia el movimiento del escenario. De todas formas, entre estas fuentes de información no se establecen palabras o preguntas al instante para reseñar una obra. Entre los dos alimentan al espectador de sensaciones tan inmensas que el mismo proceso de buscarle palabras se vuelve arte.

El espacio de la danza en el arte audiovisual

Por cuenta del sonido, se distancia totalmente de las películas. Las palabras y los diálogos son reemplazados con sonidos orgánicos, como las pisadas sincronizadas de las bailarinas, como intencionales con la música de la orquesta. Estos últimos, no solamente acompañan los movimientos de los bailarines, sino que le otorgan una identidad marcada a cada uno. Entonces, mientras Giselle bailaba en una tonalidad suave, su enamorado la escoltaba al ritmo de un sonido más grueso que parecía apoyar toda la composición.

De esta manera, la coreografía se iba juntando al ritmo de estos dos sonidos que individualmente se iban combinando, pero sin mezclarse. Se ejemplifica a la perfección los giros de la bailarina que se realizaban con el leve soporte de su compañero. No solamente podemos ver identidades en esos sonidos, hay también emociones. El sonido influye en la perspectiva del espectador casi como un engaño, porque mientras observa movimientos que solo puede relacionar con la belleza y la suavidad, la música lo lleva a la tragedia o al dolor. Es como comer un platillo y descubrir que dos sabores distantes se conectan en algo perfectamente singular.

Entre todas estas emociones, hay incluso una constante nostalgia que habita en la imagen y en ese deseo de conservar lo bello con lo simétrico. Las coreografías grupales encuentran la sintonía en cuestión  de segundos, casi como si entre todos fueran un solo cuerpo que al reunirse encaja a la perfección. Es un deseo inexplicable de querer que todo funcione en esa armonía, una noción de ser comunidad por los gestos que se replican como instintos del cuerpo.

Para ser honesta, la singularidad pasa a un segundo, tal vez tercer plano, la belleza del acto se forma cuando todos los bailarines se parecen cada vez más entre sí. Este parecido, sin embargo, no habla para nada de lo físico, al menos no de lo físico que se mantiene constante como la estatura o las facciones físicas, es la réplica del movimiento y la manera que se acerca a lo perfecto de mover las manos y los pies como los hacen los demás. De todas formas, en este juego de imitación, hay una exaltación de la individualidad en tanto como espectadores reconocemos que esa comunidad que baila solo es posible cuando cada artista ha fortalecido sus habilidades e incluso su ego para ser parte del todo.

Giselle, la tradición como punto de partida

Dentro del carácter performativo que implica el ballet, hay un contraste importante de la corriente tradicional, como la obra de Giselle, y las tendencias más actuales, como la composición del ballet Györ. En el caso de Giselle, tenemos una obra de 1841 dividida en dos actos. Dos actos que comprenden un antes y un después muy marcado entre la vida y el más allá. Sin embargo, toda la reflexión de la obra se centra alrededor de la idea del amor. Un amor que en este caso se aleja completamente de lo idílico para mostrar el lado pasional del engaño, las rivalidades e incluso la enfermedad.

Ser espectadores de Giselle es dar un paseo guiado por su historia, ir observando gradualmente las implicaciones de cada personaje y como sus movimientos revelan sus intenciones. El escenario cuenta con una escenografía muy específica construida como adorno para darle al espectador una imagen completa sobre las escenas que están representando. Esta especificidad abre paso a una utilería bellísima que acompaña al baile como una extensión del movimiento, pero no su centro. Por ejemplo, los velos a modo de símbolo de los espíritus del bosque que reciben a Giselle.

Así mismo, la obra juega con la figura del espectador que no solo está ubicado en las sillas del teatro (o del cine); los bailarines son también espectadores que esperan en puntas de pies y con una perfecta postura para contemplar los movimientos de sus pares. Son escenografía, movimiento y también ejemplo para el público. En este juego de intercambios y elogios entre los bailarines se crea una sensación de deleite y camaradería que, a pesar de contar una tragedia, evoca emociones positivas pero tenues. No hay euforia al terminar la obra, por el contrario, por un instante ya no salimos corriendo a acaparar un nuevo espacio, sino que descubrimos la importancia del desplazamiento más que del destino.

Anna Karenina y el ballet Györ, el diálogo de la tradición hacia un movimiento impositivo

Ahora, la obra del ballet Györ es en muchos sentidos la mirada paralela a Giselle, y sin embargo, desde estas líneas que no se tocan a simple vista, parece que la obra de Anna Karenina no deja de observar la tradición para darle un nuevo registro al movimiento. En este caso la adaptación literaria del escritor ruso León Tolstói queda en manos de la visión del director y coreógrafo László Velekei y con una compañía de ballet húngara con una trayectoria que ha ido creando desde 1979. Con esta experiencia en el teatro, todas las sensaciones son aún más reales. Tener a bailarines en vivo interpretando ballet a unos cuantos pasos de distancia, supera incluso la admiración por un artista en un estadio gigante. En este espacio cerrado destinado para digerir las sensaciones de la danza, la admiración que se siente por sus protagonistas pierde incluso de vista los nombres y hasta los rostros. Nos volvemos admiradores del movimiento, del cuerpo como vehículo que no solamente se mueve, sino que en este movimiento logra habitar y llenar el espacio.

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Lo que hizo el ballet Györ en el Julio Mario es un cóctel que rebosa de emociones tan distintas y aun así logra mezclarlas. Al ver ballet es normal que el primer instinto de observadores sea la admiración y la belleza. Sin embargo, esto definitivamente se queda en un segundo plano con Anna Karenina, una obra que se acerca más al lado sublime de la dicotomía de Kant y nos expone esa perfección que raya con el terror. Desde la escenografía que hace uso de los bailarines para antropomorfizar el clima, un tren e incluso hasta la industrialización, hay una sobreexposición a estímulos. Así, en un ejercicio casi errático lo audiovisual llena nuestra percepción sobre la obra sin darnos más que el intermedio para digerirlo. Esta nueva perspectiva de los objetos como medio en el ballet contempla la simplicidad para que al ser tomados por los bailarines sean ellos quienes los traigan a la vida.

Salir de un teatro o un cine después de ver ballet es ser conscientes de la manera en la que ocupamos el espacio, del rol que cumplimos en una coreografía de comunidad que se deshace y se vuelve a formar. Es igualmente pensar el cuerpo como otro espacio para habitar, es sentirse cómodo con cada milímetro del ser para poder proyectarlo hacia el exterior, hacia un exterior que no contempla la mirada del otro sino el sentimiento de sí mismo.

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