París: una enfermedad de imágenes

El curioso síndrome de París, enfermedad de dicha ciudad, es más que una dolencia psiquiátrica. La causa verdadera no la imaginaríamos nunca: las imágenes. 

El principio del síndrome de París es bastante simple: es un conjunto de síntomas negativos que experimentan los turistas cuando llegan a esta ciudad. La primera persona en detectar este síndrome fue el psiquiatra japonés Hiroaki Ota en la década de los ochenta. Éste se muestra a manera de una profunda decepción que en ocasiones se siente de manera física, inquietud, ansiedad e irritabilidad. 

No estoy segura de haber experimentado el síndrome de París, pero estoy segura de que mi estancia en la capital francesa fue una gran decepción. Tras mi breve visita lo único que puedo decir es que París es una gran cloaca, sucia y maloliente. Los canales del Sena son como alcantarillas a cielo abierto, las calles son atestadas y caóticas y los Campos Elíseos son como un desierto: secos y sin vida. Mi experiencia distaba mucho de lo que Hemingway nos había vendido en París era una fiesta

No obstante, yo no culpo a la ciudad. París, después de todo, sigue siendo la ciudad del amor, de las artes y de las luces. Para mí, el llamado síndrome de París no es un trastorno psiquiátrico o psicológico: es un trastorno producido por las imágenes. 

En el mundo actual, estamos bombardeados constantemente de imágenes. Las redes sociales, el cine, la televisión, las revistas, las propagandas y los pequeños íconos en ropa, accesorios y demás artículos del hogar. Vivimos en un mundo plagado de imágenes. No obstante, hay algunos hechos del mundo más representados que otros. Piense, querido lector, en cualquier otra ciudad que no se trate de la capital francesa. Piense, por ejemplo, en nuestro país vecino, Venezuela. Si usted ha ido a su capital, Caracas, evidentemente podrá formarse una idea en la cabeza, pero si no ha ido, resulta prácticamente imposible. Tal vez imaginará edificios altos, y poco más. No sucede lo mismo con París. Aún sin haber ido, la mayoría de nosotros somos capaces de hacer mentalmente el recorrido del Museo del Louvre hasta los Campos Elíseos, aún de manera inconsciente. Especialmente, podemos imaginar sus sitios icónicos de manera clara: la Torre Eiffel, la pirámide del Louvre o uno de los tantos puentes que cruzan el Sena. Debemos esto al bombardeo constante de imágenes que recibimos. Puede, de hecho, que París sea el lugar más sobre-representado del mundo. No está solo en redes sociales y películas, sino en propagandas, estampillas y pequeños dibujos en maletas, celulares, sacos y cuadernos. París está en todos lados. 

Además, esta se convirtió en la capital del mundo desde que fue el escenario de la Revolución Francesa. París está lleno de hitos históricos imperdibles, comenzando por la Bastilla, terminando con el Palacio de Versalles –a pesar de que no sea precisamente París–, durante estos años de agitación política y social. Posteriormente, tras el Segundo Imperio de Napoleón Bonaparte, surgió la idea de convertir a la ciudad en un museo a cielo abierto. Este famoso general convirtió a la ciudad en la protagonista de todos los poemas, libros, canciones y pinturas, renaciendo en la capital de las artes. Sin embargo, fue con la fotografía que su capacidad de ser copiada y reproducida explotó. Y es por eso, por sus copias y reproducciones, que París es tan icónica hoy en día, porque ha sido reproducida hasta la saciedad y la hemos incorporado a nuestro imaginario del amor, la moda y el glamour. 

No solo la fotografía y las artes plásticas han sido las culpables de esta multiplicación. El cine y la literatura, por supuesto, también han jugado un rol primordial. Son múltiples los libros ambientados en París, de Víctor Hugo a Hemingway y la cantidad de películas sí que es abrumadora: Medianoche en París, El fabuloso destino de Amélie Poulain, Moulin Rouge e incluso Ratatouille. Todas estas obras artísticas han servido para alimentar más y más el imaginario que nos hacemos de la ciudad. 

Sin embargo, lo que pasa desapercibido es que no son imágenes inocentes. Son imágenes que retratan la ciudad perfecta: el París del amor, del glamour, de las artes y las luces. El París colorido, sensual y lleno de olores y sabores nuevos y por descubrir. Cada calle es única y cada farol es especial a su manera. Las imágenes de París nos han enseñado a amarla. 

El síndrome de París se produce cuando llega el choque: París no es como en las fotografías. No es la ciudad del amor, no es tan glamorosa como parece y, a pesar de que sí está llena de arte, no es como nos lo hemos imaginado. París es una ciudad como cualquier otra, con problemas como los de cualquier otra urbe: indigencia, suciedad, malos olores y problemas de tráfico. Es una ciudad más bien oscura, reseca en el verano y completamente gris en el invierno. Es hostil dada la cantidad de turistas que recibe. Los olores no son precisamente perfumes y los sabores, aunque deliciosos, tienen unos precios exorbitantes. 

Así, las fotografías de París están tomadas como un producto de marketing. Están hechas para vender y atraer al espectador. Son modificadas, pasadas por una cuidadosa selección de calidad. Y, sobre todo, son imágenes que mienten. Esta oración no debe sorprender a nadie. Ya Fontcuberta, estudioso de la imagen y la representación, decía que toda fotografía miente. Miente porque está guiada por unos criterios estéticos, orientada de tal manera que lo importante no es lo que enmarca, sino todo lo que deja afuera. Toda fotografía es mentirosa porque responde al ojo de un fotógrafo, que ha hecho una elección de qué partes del mundo dejar por fuera y cuáles sí valen la pena ser retratadas. Y la parte más grave de todo esto es que nosotros, como espectadores, decidimos creerles ciegamente a estas imágenes sin percatarnos del truco que hay detrás. 

La culpa no es de la ciudad, de los turistas o de los franceses. Para nada. La culpa está en nosotros, espectadores voraces pero ingenuos, que hemos caído en la traición de las imágenes. Nos dejamos llevar por lo que ellas nos muestran, sin darnos cuenta del mundo real que dejamos por fuera. Por eso debemos aprender a leer las imágenes, para evitar caer en sus enfermedades sin sentido y disfrutar de la ciudad tal cual es. 

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