Los encuentros con la otredad en el cine

Hollywood tiene una manera particular de representar la otredad. Estas películas son un ejemplo de cómo podemos estar cerca de otros diferentes a nosotros.

El cine es la mejor herramienta que tenemos para viajar a lugares inexplorados, desconocidos y llenos de aventuras. Podemos visitar galaxias lejanas y mundos fantásticos, países que soñamos conocer y solo lo logramos a través de una pantalla, pero también nos muestra nuestra ciudad, nuestro país o incluso nuestro barrio. Hemos ido al Amazonas, a las imponentes montañas del Tíbet y a las lejanas islas japonesas. De hecho, podemos decir que conocemos estos lugares reales tan bien como otros imaginarios, tal como Pandora, planeta de Avatar, o Tatooine, donde nació Anakin Skywalker. Así, vemos que el séptimo arte nos muestra un mundo que no podemos llegar a conocer de otra manera. 

Pero no solo llegamos a conocer estos lugares sino también las personas que lo habitan. Hemos vivido con la familia Madrigal, con la tribu de Pocahontas, con la corte del último emperador japonés, con los Na’vi de Pandora o con los jedi de la galaxia entera. El cine no nos lleva a lugares: nos lleva a personas y a culturas lejanas, y a través de las pantallas podemos interactuar con ellos. 

La otredad

Hay otros más otros que otros otros

Todos nosotros, desde nuestras individualidades, estamos permanentemente habitando con otros. Pero, para citar a Cantor, matemático que decía que hay unos infinitos más grandes que otros infinitos, nosotros podemos decir que hay otros más otros que otros otros. Pongamos un ejemplo. Yo me diferencio de mi madre por razones obvias –no somos la misma persona, no habitamos el mundo cuerpo y no hacemos las mismas cosas–. Pero yo no percibo a mi madre como una otredad extraña a mí. Ella es, simplemente, mi madre. La etnia dinka, de Sudán del Sur, que se corta la piel de manera que queda levantada –esto es considerado un símbolo identitario y marca un momento importante en la vida– es más otro a nosotros que otros otros. Sus costumbres nos parecen extrañas y difíciles de entender. 

El cine, para volver al tema que nos importa hoy en día, es, al fin y al cabo, una herramienta que nos permite el encuentro con la otredad. Eso es lo que nos atrae de las películas: ser capaces de conocer a otros seres que nos impresionan y nos chocan, de maneras positivas o negativas, desde la comodidad de nuestras casas, en un viaje de emociones. Eso es el cine. Es un encuentro con el otro, sin necesidad de viajar, de incomodarse o de ponerse en peligro. 

Nuestra pregunta es, entonces: ¿cómo nos muestra el cine este encuentro con la otredad? Tenemos toneladas de ejemplos para responder a esta pregunta, pero nos centraremos en unas películas que muestran este encuentro a la perfección.

¿Cómo representa el cine el encuentro con la otredad?

La más clara de todas ellas es, por supuesto, Avatar (2009). Jake Sully es un humano que, utilizando un cuerpo fabricado artificialmente para asemejarse a los extraterrestres de Pandora, llamados Na’vi, llega a este mundo para robar información sobre un mineral precioso. Aterriza en medio de una comunidad tradicional y con creencias muy fijas: el clan Omaticaya. No habla la lengua, no sabe que no se pueden matar a los animales de la zona ni tampoco dirigirse a la matrona sin permiso y todos lo consideran un niño porque no sabe montar en los maravillosos pa’li, los caballos del lugar. Es como si cualquiera de nosotros fuera lanzado a la mitad del Amazonas sin ninguna protección. Y a pesar de que todos los militares en la base consideran que los Omaticaya eran “simios azules” o que los científicos habían consumido alguna sustancia para creer también en el árbol sagrado de estos, Jake Sully hace el “salto etnográfico”. Logra desembarazarse de todas sus creencias y de su propia cultura y pasa a formar parte del clan y de su vida. 

El encuentro de Jake Sully con la otredad es exitoso, ya que logra entender la diferencia y acercarse a ellos con respeto y amor. Además, su viaje etnográfico es remarcable, comportándose como cualquier experto, tomando sin burlas las enseñanzas y entiendo de corazón la manera de vivir de los Omaticaya. Avatar no es solo una película de aventuras. Es una película que reescribe la antiquísima historia del encuentro entre dos culturas, donde los vencidos usualmente serían los indígenas, pero que aquí logra escribirse de una manera diferente. Más tarde regresaremos sobre este punto. 

El último samurái (2003) sigue una historia parecida. El personaje de Tom Cruise es un capitán norteamericano que, a pesar de mostrar algunos remordimientos por guerras pasadas, se guía más por la codicia. Es enviado a Japón para formar un nuevo grupo de soldados y enfrentar a los samuráis, los legendarios guerreros. Sin embargo, en un enfrentamiento que sale mal, Cruise es llevado de rehén a un pueblo en las montañas. Al principio, herido, sin hablar japonés, y sin entender las anticuadas costumbres, no sabe qué le deparará el destino. Lo único que parece mantenerlo con ánimo, es la misteriosa mujer con la que vive, a quién intenta hablarle sin mucho éxito. Movido por las ganas de entablar conversación con Taka, y cada vez más interesado en el increíble universo samurái, Cruise comienza a participar en la vida del pueblo. Descubre que Katsumoto, el principal opositor a la modernización del país que el emperador está impulsando, es un ser sabio, tranquilo y lleno de paz, y que los samuráis dedican cada segundo de su vida al perfeccionamiento de todo lo que hacen. Los diálogos de la película están llenos de una sensibilidad que arruga el corazón y, el final, sin duda, es capaz de conmover a cualquiera. 

Siete años en el Tíbet (1997) es una película basada en un libro con el mismo nombre. Brad Pitt interpreta a un alpinista austríaco que ha quedado atrapado en Asia central al estallar la Segunda Guerra Mundial y encuentra refugio en Lhasa, capital de Tíbet. Este filme es tremendamente interesante no solo por su circunstancia histórica, sino por la semejanza entre la historia del protagonista y la de Bronislaw Malinowski, considerado como el primer antropólogo. Malinowski, reconocido por sus estudios en las islas del Pacífico Occidental, viajó a estas remotas tierras a estudiar su gente, pero quedó atrapado por más tiempo del que consideraba al estallar la Guerra Mundial de 1939. Tanto Harrer –el personaje de Pitt– como Malinowski son obligados a convivir con estos grupos tan extraños. La vida de Harrer se distancia de la de Malinowski cuando conoce al Dalai Lama, que en ese entonces ronda los diez años. Harrer se vuelve su amigo y consejero y aprende a ser sensible ante el mundo tibetano, profundamente cambiante en ese entonces. El Dalai Lama, queriendo que el progreso llegue a su país, pide a Harrer que construya una sala de cine. El austriaco sigue el proyecto, mas cuál no es su sorpresa al darse cuenta de que los constructores no quieren seguir porque hay en el suelo unos gusanos que consideran sagrados. Esta escena representa, en el cine en general, los diálogos que debemos entablar con la otredad. 

El problema de la representación

Es claro que estas tres películas demuestran un tipo de encuentro con la otredad, pero hay muchísimas más posibilidades de tener estos encuentros. Pueden ser amorosos y llenos de respeto, pero también pueden ser violentos y sin consideración alguna. Hollywood una vez más nos muestra una visión un tanto distorsionada y romantizada del mundo. Aún así, el trabajo que hacen es muy valioso y no puede menospreciarse. Avatar, por ejemplo, le ha enseñado a más de uno el valor de la naturaleza, de lo desconocido y de lo salvaje. El último samurái y Siete años en el Tíbet han acercado unas culturas lejanas a los ojos de occidente, de manera que todos ahora conocemos un poco más de estos mundos extraordinarios.

Otra cosa en común que tienen estas películas es que, evidentemente, al final del día todo sale –relativamente– bien, aparentemente gracias a aquella figura conocida como el «white savior» (salvador blanco). Es aquel personaje que, haciendo parte del grupo hegemónico, blanco, de clase alta y con frecuencia, masculino, llega para salvar el día de los indefensos. Sin el white savior, los otros personajes nunca habrían podido hacer frente a su problema y salir victoriosos. Sin Jake Sully, un hombre, los Omaticaya habrían muerto, porque implícitamente sí eran más retrasados y necesitaban alguien que les enseñara. Recordemos que es el propio Sully el que le brinda a los Omaticaya los aviones y las pistolas con las que al final ganan la batalla. Sin Tom Cruise, el norteamericano que se interesa por ellos, los samuráis habrían sucumbido al olvido. 

Hollywood hace que caigamos en el engaño una vez más. Aún si es muy valioso el trabajo que realiza de recoger la otredad del mundo y mostrarla, implícitamente nos está diciendo que siempre hay alguien mejor que salvará el día. Así mismo, nos brinda una idea romántica de lo que pasa en este momento de encuentros de culturas donde, al parecer, nada puede salir mal. Lo triste es que cuando estos encuentros se han dado en la realidad, no han quedado muchos para seguir contando la historia.

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